Probamos el bálsamo Eight Hour Cream de Elisabeth Arden

Inauguramos el Laboratorio Wapa con un clásico de la cosmética, el bálsamo Eight Hour Cream sin perfume de Elisabeth Arden, una especie de pócima mágica arreglatodo que sorprende a la vista por su aspecto, pero más aún cuando lo pruebas.

El motivo por el que me decidí a probar el bálsamo fue una pequeña rojez que apareció en mi rostro a causa del frío seco de Madrid. Después de probar con mi crema habitual y con otras más hidratantes que no me dieron resultado, me decidí a probar suerte con este producto. Apliqué una pequeña dosis sobre la zona antes de acostarme, y cual fue mi sorpresa al despertarme al ver que la rojez que llevaba medio invierno pegada a mi, había desaparecido! El producto, como podéis ver en las fotos tiene un aspecto bastante untuoso, sin embargo se extiende muy bien y es bastante agradable, si bien tiene un aspecto grasiento, es de fácil absorción y no provoca grasa en la piel.

Otra de sus ventajas es su larga duración, ya que con muy poquito producto aplicado en la zona afectada es más que suficiente. Después de esta experiencia busqué algo más de información en internet, donde encontré miles de referencias sobre el bálsamo que ya utilizaban nuestras abuelas, y es que Elisabeth Arden lo comercializa desde 1930.

Para curar quemaduras, rozaduras, rojeces, la irritación tras la depilación, cutículas estropeadas… Y un sin fin más de aplicaciones que cada usuaria ha ido encontrando para esta crema. Una de las aplicaciones que recomiendo es el uso para la reparación de los labios resecos. Funciona fenomenal y además puedes usarla también en el formato específico para labios, que te permite una fácil aplicación y que puedes usar también a modo de gloss, ya que queda muy natural y cabe en cualquier bolsito.

En definitiva, un todoterreno de la cosmética que ahora además puedes conseguir en este formato, un envase tributo a la arquitectura art decò neoyorquina, una excusa más para adquirir este tesoro imprescindible en tu tocador.

Escrito por Mónica Crespo